El zumbido era constante, lo habia sentido por cada segundo de su confinamiento allí. Estaba en cada momento, las veinticuatro horas del dia, por todo el año. Nunca paraba y nunca pararía, estaba convencida de eso. A pesar de que en ese momento era completamente consciente de él, y este ocupaba la mayor parte de su cabeza, tardó en notarlo. Tardo, aproximadamente, 21 días. La primera semana de su encierro en aquella pequeña y oscura caja en la que cómodamente podía pararse y trotar en ese mismo lugar, se la pasó gritando, pidiendo auxilio, completamente desesperada. En la segunda ya se había resignado, tenía hambre, frío y sed. A menudo intentaba recordar como había llegado a ese lugar, pero nada se le venía a la mente, salvo sus (suponía ella) días de normalidad, en los que convivía con su hermano en una casa alejada de la sociedad. En el medio del bosque. Eran recuerdos alegres, que atesoraría por lo poco que le quedaba de vida dada su situación. En la tercera semana, fue consiente del zumbido cuando se tranquilizó. cuando se resigno a la muerte, cuando toda esperanza abandono su cuerpo y cerro los ojos. Fue como un golpe. Un golpe de realidad. Era eso, era eso el culpable de su aislamiento en ese lugar.
Días, semanas, meses y hasta años pasaron. Ella seguía viva, seguía escuchando aquél zumbido. Algunas veces emitía un gemido bajo, para comprobar su capacidad de audición, intentaba imaginarse cosas, las mas que podía, porque no le quedaban muchas, como los colores. Se habían ido completamente. Lo mas resaltable de esa situación es que no había dormido en los 1358 días allí. Sí, se acostaba, cerraba sus ojos, imaginaba. pero siempre alerta, contando segundos, como una maquina.
Fue exactamente en la hora tres, veintisiete minutos y cuarenta y tres segundo en que se detuvo.
Se levanto de un salto, sorprendida, muy sorprendida. Sintió su corazón bombear sangre tres veces mas rápido de lo que lo usual, y oyó. Oyó voces que no eran suyas, mucho mas fuertes que su susurro, mucho mas vivas que ella. Pasaban, estaban por todo el lugar, riéndose, bromeando. Tenían un toque malicioso.
Aquello la enfureció tanto.
¿Por qué ellos podían disfrutar de tal libertad? ¿por qué podían alzar la voz de esa manera?
Estaba tan furiosa que le castañeteaban los dientes, sus uñas se hundían en la palma de sus manos y sentía el cuerpo caliente. Quería llegar a ellos. Hacerlos callar, porque habían unos que no tenían permitido escuchar.
Apoyó sus manos en una pared, de la parte de donde provenía el sonido. Comenzó a empujar, con todas sus fuerzas, con toda la desesperación, el dolor y el rencor acumulados por mil trescientos cincuenta y ocho días. Y cedió. Pero no gracias a ella.
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